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Analfabetismo cientí­fico

A Ciencia cierta
19 de julio de 2005
Marcelino Cereijido*

El 85 al 90 por ciento de la humanidad vive en paí­ses sin ciencia (apenas si tienen un poco de investigación), a quienes ya casi no les queda nada que puedan producir para pagar lo que necesitan en equipos, transportes, comunicación, medicinas, y que produce el Primer Mundo. Eso hunde al Tercero en la desocupación y la miseria. Pero la falta de ciencia tiene un drama aparejado, el analfabetismo cientí­fico, pues cuando a un pueblo le faltan alimentos, energí­a, medicinas, sus habitantes son los primeros en detectar la falta; en cambio, cuando carece de ciencia no sólo es incapaz de advertirlo, sino que tampoco logra imaginar qué harí­a con ella.

Por eso el analfabetismo cientí­fico genera un tercer drama: los investigadores se quejan de que los gobiernos no destinan suficientes fondos a la ciencia, la rodean de una burocracia sofocante y acaso delictuosa (llega a malgastar opacamente fondos en proyectos sin originalidad alguna). También culpan a los empresarios, porque aunque se colapsen ante la competencia tecnológica, rara vez recurren a la comunidad cientí­fica-universitaria. Algo así­ como si muriéramos sin sospechar que eso que se llama ¡medicina! y esos lugares en cuyo frente se lee ¡Hospital! son, justamente, para aliviarnos y acaso curarnos. Creo que se trata de acusaciones injustas, ofensivas y contraproducentes.

Tomados en conjunto, nuestros funcionarios y lí­deres no son perversos, sino analfabetas cientí­ficos a quienes se debe tratar con el mismo respeto que merece un campesino que no ha tenido la suerte de acceder a la escolaridad. Es como preguntar en una remota comunidad indí­gena ¡Â¿Quién necesita ácido pantoténico?…¿y carotenoides… y riboflavinas?! …y murmurar ¡Caramba, me habí­an dicho que sufrí­an avitaminosis… pero veo que no es así­! ¿Qué sabe el analfabeta cientí­fico sobre qué es y para qué servirí­a la ciencia, ni por qué el carecer de ella nos hunde en desocupación, miseria y dependencia?

Para constatar que su analfabetismo es de buena fe, basta oí­rlos argumentar sobre ¡básica/aplicada!, ¡duras/blandas!, tironear de presupuestos para las universidades, y comprobar que ni siquiera ayudan a generar el conocimiento del que dependen sus empresas y dependencias del Estado. Pero insistimos: el analfabetismo cientí­fico no surge de ninguna perversidad, sino de una educación arcaica, que no ha logrado conferirles una visión del mundo que sea compatible con la ciencia.

México ha dado pasos importantí­simos, que un menosprecio generalizado corre el riesgo de ocultarnos. En primer lugar ha forjado una comunidad de investigadores que publican en las mejores revistas del mundo, forman parte de los cuerpos cientí­fico/docentes de las mejores universidades de Europa y Estados Unidos. En segundo, ha desarrollado una divulgación cientí­fica excelente, eficaz, atractiva, estimulante. Ahora debe encarar una acción para desarraigar el analfabetismo cientí­fico, sobre todo el más nocivo, el de Estado y de nuestros lí­deres. Pero debe hacerlo recordando que la idea es educar, no denostar. Reconozco que no es fácil montar una campaña nacional para erradicar el analfabetismo cientí­fico. Así­ y todo, el primer paso deberí­a ser un diagnóstico que no vilipendie a quien se propone alfabetizar. Sé muy bien que, para el analfabeta cientí­fico todo se plantea y se juega con un enfoque polí­tico-economicista-humillador. Pero eso es parte del problema a resolver.

*El autor es miembro de la Academia Mexicana de Ciencias adscrito al Centro de Investigación y de Estudios Avanzados.

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