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Las ciencias de la vida y sus repercusiones éticas

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La Crónica de Hoy
31 de agosto de 2011
Juliana González Valenzuela

Opinión

Los nuevos conocimientos biológicos de la Naturaleza, en general, y de la naturaleza humana, en particular, o sea, los revolucionarios descubrimientos de la biología evolutiva, de la genómica y de las neurociencias, principalmente, ponen en crisis valores centrales de la civilización occidental en la medida misma en que repercuten en los cimientos de ella. Se trata, ciertamente, de nuevos conocimientos que cambian de raíz nuestro saber de la vida como tal, obligando a repensar la Naturaleza y especialmente la del Hombre; pues de cómo se conciba ésta, dependen, de un modo u otro, la cultura y los valores que prevalecen en la sociedad. Cambia, en efecto, nuestra tradicional “concepción del mundo y de la vida”. Además, con el progreso científico y tecnológico, surgen nuevos poderes para intervenir física, materialmente en los más diversos ámbitos y niveles de lo viviente, alterando intrínsecamente “lo dado”.

Es evidente que la filosofía del presente, y en especial la bioética, están obligadas a incorporar las nuevas verdades y las nuevas potencialidades de las bio-ciencias, así como a destacar las repercusiones de fondo, filosóficas y éticas, teóricas y prácticas, que conllevan los revolucionarios conocimientos que han traído consigo estos tres grandes avances científicos, intrínsecamente interconectados.

Primero

El necesario reconocimiento, desde Darwin, de la índole intrínsecamente evolutiva de la vida, del hecho de que ésta se va generando en y por el tiempo (por el cambio), transformándose y diversificándose en las infinitas formas de realidades vivas, lo cual significa reconocer que las especies no son “esencias” estáticas, cerradas y acabadas en sí mismas, sino que constituyen un proceso continuo mediante el cual unas formas de vida dan lugar a otras, de modo que aquéllas que resultan biológicamente “superiores” tienen su origen en las “inferiores”. Todo ello regido por la ley fundamental e indefectible de la lucha por la supervivencia, clave decisiva del fenómeno de la vida, poniendo en crisis toda idea “creacionista”.

Segundo

a) El descubrimiento de la estructura del ADN y de la genómica (así como de la proteómica), que es el hallazgo considerado por algunos como la revelación del “secreto de la vida”, implica reconocer que, en su sustrato bioquímico, la vida es esencialmente igual en todos los seres vivientes. De ahí que pueda afirmarse que, desde el punto de vista genómico, hay entre todos los seres vivos un parentesco tal que puede afirmarse que el ADN del ser humano habla el mismo lenguaje que el ADN de una planta o una mosca. Lo cual a su vez conlleva la aparente paradoja de que esta igualdad se exprese simultáneamente en la infinita diversidad de los seres; particularmente en la infinita variedad de los individuos humanos. La vida es una, en y por su diversidad.

b) El secreto de la vida está “escrito” como un “código” o “programa” biológico en el que se contiene, genéticamente definido y predeterminado, lo que cada ser vivo, como especie y como individuo, es. En el genoma estaría “contenido” aquello que hace ser lo que se es (bacteria, caballo u hombre), de modo que en ese “escrito” genético se halla la información de lo que tradicionalmente se ha entendido como esencia y, en el caso del humano, estaría incluso también escrita su “alma”.

Y es fácil advertir, en efecto, que estos nuevos conocimientos cuestionan la idea antropocentrista del hombre, particularmente la creencia de que él ha sido creado imago Dei y que, como una consecuencia de ello, se pone en crisis, el mundo de los valores y muy señaladamente el de los valores éticos, aquellos cuyo origen y fundamento, se cree, están más allá de este mundo, y emanan concretamente de la divinidad.

Tercero

¿Y qué decir de la nueva idea del hombre que puede desprenderse del conocimiento actual de su vida cerebral o neuronal?

Lo principal es que, por todos los caminos científicos, se ha cuestionado, si no es que invalidado, el dualismo de substancias: cuerpo y alma, materia y espíritu, necesidad y libertad, naturaleza y cultura, cuerpo y mente, etcétera.

Hoy el cerebro se hace visible para la ciencia, gracias a las revolucionarias tecnologías que hacen posible verlo por dentro y vivo. Son “visibles” sus emociones, sus decisiones, sus palabras, sus procesos pensantes, volitivos, sus valoraciones, sus memorias. Hoy se le comprueba como un “microuniverso”, extraordinariamente complejo y sutil, que configura una prodigiosa red por donde circulan en sincronía señales eléctricas y sustancias químicas, las cuales, al mismo tiempo que comunican y dan unidad al cuerpo humano, van produciendo la vida mental, en el sentido más amplio de lo que sea la Mens (o Psique para los griegos).

Y se sabe, asimismo, que el cerebro humano conserva los momentos de la evolución de la vida, a la vez que revela las innovaciones evolutivas que lo configuran y lo distinguen para dar lugar a la especie Homo sapiens en su identidad irreductible. El propio Darwin sostiene que estamos condenados a vivir, dentro de nuestro cerebro, con el cerebro de los animales que nos han precedido en la evolución.

Son ciertamente evidentes las profundas implicaciones ético-filosóficas que tiene este nuevo saber científico. Desde luego, resulta comprensible la fascinación que despierta, en especial, el nuevo conocimiento del cerebro humano. Ella podría explicar la consecuente tentación de absolutizar los poderes del “hombre neuronal”, desembocando en posiciones monistas y reduccionistas, tal como se expresan por ejemplo en las siguientes expresiones de connotados neurobiólogos:

Tus alegrías y tus penas, tus recuerdos y tus ambiciones, tu identidad y tu libre albedrío, no son sino el comportamiento de un vasto conglomerado de células nerviosas. (F. Crick)

El cerebro es […] una cosa que piensa, siente, elige, recuerda y planifica […] y es extremadamente improbable que exista un alma o mente no física que realice el pensar, sentir y percibir. Solamente existe el cerebro físico y su cuerpo. (P. Churchland)

El origen de la mente humana ha de ser atribuido a algún proceso firmemente anclado en la sólida base del materialismo y de la selección natural (una grúa), y no a un misterio o a un milagro (un gancho celestial) (D. Dennet)

Profesora Emérita de la UNAM

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